
La belleza deriva de la verdad espiritual
29 de agosto de 2021
El arte sagrado ignora en gran medida la intención estética; la belleza deriva ante todo de la verdad espiritual, deriva, pues, de la exactitud del simbolismo y de la utilidad para el culto y la contemplación, y, sólo a continuación, de los imponderables de la intuición personal; de hecho, la alternativa no podía plantearse. En un mundo que ignora la fealdad en el plano de las producciones humanas — o, dicho de otro modo, el error en la forma —, la cualidad estética no puede ser una preocupación inicial; la belleza está en todas partes, comenzando por la naturaleza y el propio hombre.
Si bien la intuición estética — en el más profundo sentido — tiene su importancia en ciertos modos de espiritualidad, no interviene, sin embargo, más que de manera secundaria en la génesis de la obra sagrada, proceso en el que la belleza, en primer lugar, no tiene por qué ser un fin directo, y, luego, está garantizada por la integridad del símbolo y la cualidad tradicional del trabajo. Pero esto no ha de hacer perder de vista que el sentido de la belleza, y, por consiguiente, la necesidad de belleza, es natural en el hombre normal, y es la condición misma del desapego del artista tradicional con respecto a la cualidad estética de la obra sagrada; dicho de otro modo, la preocupación capital por esta cualidad sería aquí como un pleonasmo.
La ausencia de la necesidad de belleza es una invalidez que no carece de relación con la fealdad inevitable de la era maquinista, y que se generalizó con el industrialismo; y como es imposible escapar a éste, de dicha enfermedad se hace virtud y se calumnia la belleza y el deseo de belleza conforme a este refrán: “El que quiere ahogar su perro, lo acusa de rabia”. Quienes tienen interés en el asesinato público de la belleza procuran desacreditarla por medio de palabras tales como “pintoresco” o “romántico” — exactamente como se asfixia la religión llamándola “fanatismo” —, y tratan de hacer pasar la fealdad y la trivialidad por lo “real”; esto es reducir la belleza a un lujo de pintores y poetas.
El culto del azar — del azar feo y trivial —, revela la misma intención: el “mundo como es”, es la fealdad y la trivialidad recogidas en el caos de las coincidencias.1 Hay un “angelismo hipócrita” que finge evitar este problema recurriendo al “puro espíritu”, y que es aún más enfadoso cuando se alía a un “sincerismo” de hombre “comprometido” o “auténtico”; con esta manera de ver no se dejarán de encontrar “espirituales” — puesto que son “sinceras” — las cosas que están en los antípodas de toda espiritualidad. La abolición — “sincera” o no — de la belleza, es el fin de la inteligibilidad del mundo.
(1) En Francia, por ejemplo, las inscripciones publicitarias se exponen, extendiéndose como una grangrena inmunda e insolente que roe el país, no sólo en las ciudades, sino también en los menores pueblos y hasta en ruinas aisladas, lo que equivale a la destrucción — o a una cierta destrucción — de un país y de una patria; no desde el punto de vista “pintoresco”, que no nos interesa aquí en grado alguno, sino respecto al alma de un pueblo. Esa desesperante trivialidad es como la rúbrica de la máquina, que quiere nuestras almas, y que se revela sí como “fruto del pecado”.
Frithjof Schuon, Castas y Razas, José J. de Olañeta, Barcelona, 1983, cap. Principios y criterios del arte universal, pp. 54-55.